El Medicamento
El Doctor Wenderwägen
encontró una nueva fórmula a partir de la cual podía crearse un medicamento que
curaría todo tipo de enfermedades mentales, desde las depresiones leves a la
esquizofrenia paranoide. Nadie, ni el propio Doctor, tenía claro cómo
funcionaba, pero era evidente que todos los pacientes dejaban de mostrar
síntomas de la enfermedad al cabo de apenas unas semanas de tratamiento.
Durante décadas, el
medicamento se consideró una solución milagrosa que podía aplicarse
prácticamente a cualquier enfermedad que alterase el comportamiento. Sus capacidades
curativas eran incontestables, y sus efectos secundarios apenas consistían en
toses y estornudos ocasionales además de, en algunos casos, un curioso incremento del apetito sexual. El medicamento comenzó a consumirse cada vez
con mayor frecuencia, como calmante para nervios ocasionales, como tratamiento
para niños con TDAH, y para todo tipo de situaciones, cada vez más cotidianas,
en las que el paciente necesitaba recuperar el control de su propia cabeza.
Siempre fueron
famosas las leyendas urbanas asociadas al descubrimiento del medicamento. Igual
que la penicilina iba asociada con la célebre historia de los hongos
descubiertos por accidente, de esta sustancia se contaba que, tras su
descubrimiento, el Doctor Wenderwägen tan solo estaba dispuesto a aplicar el
tratamiento a pacientes con trastornos extremadamente graves, especialmente
aquellos que infundían comportamientos extraordinariamente agresivos y
peligrosos. Wenderwägen se negó a aplicar el tratamiento a personas con
trastornos que pudiesen curarse mediante otros métodos, aunque estos fueran más
lentos y costosos. Tras su prematura y trágica muerte en un accidente de
tráfico, su medicamento se convirtió en cura casi universal en psiquiatría, pese
a los deseos del difunto doctor.
Nadie dudaba que el
mundo era un lugar mejor. El medicamento incluso se daba a los niños en edades
tempranas, aunque no mostrasen síntomas de ningún tipo de trastorno, pues se
sabía que los efectos del medicamento eran para toda la vida. Además, se
observó que los comportamientos agresivos eran muy poco frecuentes en personas
que habían tomado el medicamento en edades tempranas, y se observó, pasadas
décadas, que los índices de criminalidad en todo el mundo desarrollado se
desplomaron. El medicamento del Doctor Wenderwägen fue aparentemente un milagro
para toda la humanidad, lo cual hace necesaria la pregunta: ¿qué efectos,
exactamente, tenía esa sustancia en el cuerpo humano?
El Doctor Wenderwägen
sintetizó, probablemente sin querer, un prion. Un prion es una proteína capaz
de afectar al organismo en el que se encuentra para sintetizar más copias de
ella misma. El prion diseñado por el Doctor Wenderwägen se concentraba
principalmente en el tejido nervioso de los pacientes, modificando así su
comportamiento. Lo que nadie sabía era cómo.
El prion, en realidad, anulaba el
control del sistema nervioso. Desde que el medicamento entraba en el cuerpo,
los pacientes empezaban a perder el control sobre su cuerpo. Tras varias
semanas de tratamiento, el paciente quedaba absolutamente atrapado en su mente,
metido en un cuerpo del cual no tenía control alguno. Por supuesto, nadie lo sabía cuando el medicamento era utilizado. De un modo similar a la
parálisis del sueño, el paciente era absolutamente consciente de lo que ocurría
a su alrededor, y su cuerpo se encontraba en un estado perfecto de salud; tan
solo no podía controlarlo. Tenían el mismo control sobre sus actos que el que
tiene un tetrapléjico sobre el movimiento de los dedos de sus pies: ninguno.
Sin embargo, sus cuerpos sí se movían.
El prion, nada más
entrar en el cuerpo, quedaba acumulado en el bazo y los ganglios linfáticos,
desde donde daba el salto al sistema nervioso. A lo largo de semanas de
tratamiento, se apoderaba de más y más zonas del cuerpo, hasta controlarlo por
completo. Esto no era todo: producía toses y estornudos en sus huéspedes para
dar el salto a otros organismos. El prion, además, se introducía en los órganos
sexuales, siendo así transmisible por contacto sexual e infectando desde el
inicio a los recién nacidos.
Miles de millones
de personas quedaron atrapadas en un cuerpo que no era, en absoluto, suyo. No:
era del medicamento. Podían gritar en sus mentes todo lo que quisieran, pero
jamás conseguirían decir nada. Estaban condenados a presenciar cómo sus cuerpos
se comportaban de una forma u otra, cómo sus bocas decían una cosa u otra, como
quien ve una película en primera persona. El Doctor, quizás, tenía razón cuando
desaconsejaba su uso salvo en casos extremos.
Esto,
evidentemente, es ficción. El “medicamento”, de cuyo nombre no quiero
acordarme, nunca ha existido, y dudo que “Wenderwägen” sea un nombre real. Pero esta
ficción ilumina algunos caminos oscuros.
El primero de ellos
resulta en que las personas “sanas”, aquellas que no habían probado el
medicamento ni habían sido “contagiadas” de él, no tenían ni idea de lo que
estaba ocurriendo. ¿Cómo podrían, de todos modos? Los pacientes se comportaban
de forma normal, actuaban como siempre habían actuado, de acuerdo con sus
personalidades y sus peculiaridades. Nadie podría haberlo sabido. Nadie podría
saberlo si ocurriese mañana, o si estuviese ocurriendo ahora mismo. Y esto,
claro, no es una insinuación de que esto sea una posibilidad, ya que es algo
sumamente improbable, y no estoy del todo seguro de la posibilidad bioquímica
de que un prion afecte de esa forma al cuerpo humano. No, la razón por la que
lo digo es otra, con la que ya he tonteado previamente en este blog: ¿cómo puede distinguirse a un ser consciente de uno no
consciente?
Es evidente que el
comportamiento que muestre un individuo no es una prueba infalible de su
consciencia. Que algo parezca, desde fuera, tomar decisiones, no significa que
ese algo sea consciente, como los pacientes en esta historia o, por poner un
ejemplo real, las inteligencias artificiales actuales. Evidentemente, todos
sabemos que nosotros mismos somos conscientes (el hecho de que lo sepamos es en
sí una prueba de ello), y nos daríamos cuenta si nos ocurriese lo que a los
pacientes, aunque no pudiésemos advertir a nadie de ello. Pero, ¿sabríamos si
le ocurre a alguien externo? La respuesta sugerida por esta historia (si bien
no necesariamente la real en todos los casos) es que no.
Pero ese no es el
único camino que muestra esta historia: ¿Dónde está el límite? La historia de Wenderwägen
y su medicamento es un ejemplo bastante agresivo del concepto, al suponer que
los pacientes eran conscientes de lo que ocurría con ellos. Pero ¿y si no
notasen la diferencia? Se comportarían de un modo normal, infectando a la gente
como si de gripe se tratase. ¿Y si nunca se diesen cuenta de que estaban
perdiendo el control sobre sus actos, sumergidos en una ilusión de libre
albedrío? ¿Cuál sería la diferencia, desde una perspectiva interna, entre ese
estado de ilusión de libertad y el estado “normal” de libertad real? ¿Existe,
acaso, alguna diferencia?
Y la mención de la
gripe no es casual. Cuando este virus se introduce en nuestro cuerpo, comienza a
tocar algunos botones de este. No es tan agresivo e invasivo como el
prion de la historia, pero sí que modifica, de forma indirecta, nuestro
comportamiento. El prion producía toses, estornudos y un mayor apetito sexual, tres cosas que le ayudaban en gran medida a expandirse. La gripe, al igual que el prion, nos hace toser y estornudar,
actos que benefician de forma excepcional la capacidad de contagio del virus.
¿Cómo sabemos que somos nosotros quienes tosemos? ¿A partir de qué momento nos
damos cuenta de que algo está tomando el control de nuestro cuerpo? Da la sensación de que la gripe
nos usa como vehículo. Somos su taxi; somos un mero instrumento que el virus
utiliza para sobrevivir.
Y esta definición
me recuerda sospechosamente a otros elementos replicadores: nuestros genes.
Nuestros genes también dan forma a nuestro comportamiento para utilizarnos como
vehículo de transmisión. Son nuestros genes los que hacen que nuestro corazón
lata sin que así lo elijamos, que nos pongamos agresivos o salgamos corriendo
cuando nos enfrentamos a una amenaza, y, desde luego, son ellos los que nos
dotan de un apetito sexual, el objetivo del
cual considero innecesario especificar. ¿Por qué, cuando nuestros genes crean
nuestro comportamiento, sentimos que es nuestro cerebro el que decide (incluso
cuando no es así), aunque no haya diferencia alguna entre eso y lo que hace el
prion?
Cuando un objeto
muy caliente roza nuestra piel, nos apartamos de inmediato. El estímulo apenas
llega a la espina dorsal cuando esta envía la orden de moverse, antes de que el
propio cerebro se entere de lo que está ocurriendo. Algunos milisegundos
después, toda la historia llega al cerebro. Nuestro amigo craneal es el mayor
narrador del mundo biológico, buscando historias de actos y consecuencias,
correlaciones y sucesiones de eventos allá donde puedan existir, incluso cuando
no son reales. “Oh, me estaba quemando, por eso me he apartado”, dice el
cerebro. Ese es el recuerdo que quedará en tu memoria al final del día. Pero la
verdad es que tu cerebro no se ha enterado de nada hasta que ya era demasiado
tarde. Quien ha decidido la acción ha sido la espina dorsal, y no se ha
necesitado ningún pensamiento consciente para tomarla. No: el cuerpo ha
decidido en base a sus características físico-químicas, las cuales están
determinadas, en última instancia, por tus genes. Tu genética, de forma
indirecta, te ha hecho apartarte para evitar mayores quemaduras: tus genes dan forma a tu comportamiento para asegurarse de que sobrevivas, al menos, hasta que los transmitas a la siguiente generación, haciéndoles así sobrevivir, y creando una nueva generación con los mismos genes y, por tanto, un comportamiento similar
De todos modos, no
es lo mismo apartarse por acto reflejo para evitar dolor que elegir, por
ejemplo, la ropa que te vas a poner. A la hora de vestirnos sí
tomamos decisiones conscientes. Nuestra genética, presumiblemente, no tiene ninguna influencia sobre el color de nuestros calcetines. Sin embargo, nuestra elección tampoco es azarosa. Entonces, ¿qué es lo que nos hace decidir? ¿Qué ocurre en nuestro cerebro que nos hace actuar de esta manera? Y, yendo un paso más allá, ¿qué es lo que hace que las elecciones conscientes de vestimenta hayan cambiado tanto a lo largo de los siglos?
Sigue leyendo aquí
Sigue leyendo aquí